martes, 24 de junio de 2025

A solas con Marilyn, de Alfonso Zurro y dirección de Nahuel Cuadrelli en Timbre 4

Una cordura tierna y temblorosa. Un desquicio abrumador con un detonante claro. Un amor que se expresa en un lenguaje retorcido. Una angustia que lo justifica todo. A solas con Marilyn es un unipersonal que se sumerge en la mente alterada, sensible y brutal de una mujer atormentada por un nombre, por un abandono, por una sexualidad que no encaja en los márgenes convencionales. La actriz que lo interpreta lo hace con una intensidad arrolladora, desplegando un manejo excepcional de los matices teatrales y físicos, que va desde la quietud poética hasta la más pura exaltación. La verborragia del personaje se convierte en un torbellino emocional que encuentra en la actriz una guía precisa: su ductilidad permite que cada desvío del texto, cada desborde o delirio, esté anclado en un pulso dramático claro. No hay exceso gratuito. Hay riesgo. Hay entrega. Hay una coherencia interna que sostiene incluso los momentos de mayor irracionalidad. El texto, profundo, cargado de imágenes y con una poesía claroscura, convive con una perversidad sexual que lo contrasta y lo potencia. Las descripciones gráficas de contextos, sensaciones o recuerdos no solo están bien escritas, sino que son hábilmente evocadas desde la actuación. La actriz logra convertir palabra en cuerpo, y emoción en imagen. Encuentro especialmente valioso lo que se ha intervenido o aggiornado del guión original: hay decisiones plásticas, textuales y rítmicas que no buscan reverenciar al texto, sino hacerlo resonar con la actualidad y el drama del personaje. Se le gana el respeto a un escrito/historia que no quede anclada en otro tiempo y pueda hablarnos hoy, acá. En lo personal hubiera utilizado más este recurso. En términos de dirección, se percibe una línea clara en la construcción del clima general. Sin embargo, una vez que ese clima se instala, algunas variaciones en los códigos escénicos o en el ritmo podrían haber sumado mayor dinamismo. La puesta, modesta y libre, se apoya con solidez en la actuación y la iluminación, pero por momentos no logra acompañar del todo la riqueza expresiva y plástica que esas dos dimensiones construyen. Aun así, hay coherencia, y sobre todo, una decisión de ceder el protagonismo absoluto a la intérprete y a su vínculo con el texto. Este unipersonal tiene un poder inmenso. Su centro es una actuación ejemplar, que habita con ferocidad a una mujer desgarrada por una memoria que arde, por una presencia ausente, por una Marilyn que, más que ícono, es espejo, diablo y deseo que no fue. La obra encuentra un potente contrapunto entre la fragilidad y la furia, entre lo poético y lo enfermo. Y en ese vaivén incómodo por real es donde más brilla y se luce en su conjunto. El final, tan inesperado como cruel y necesario, rompe con fuerza tras tanta ambigüedad. Y en ese corte, en esa decisión abierta a la sorpresa, queda suspendida en el aire una sensación de profunda reflexión.

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