viernes, 6 de junio de 2025
El Mundo es más fuerte que yo de la compañía La mujer mutante en Ciudad Cultural Konex
Hacía tiempo que quería ver esta obra. Y con ese deseo se fue acumulando también una expectativa que, como suele pasarme, cuesta gestionar cuando lo que aparece no la satisface... pero esta vez no fue así. Esta vez, la experiencia fue un lujo que agradezco haberme podido dar.
Lo que se vive en escena ¿o fuera de ella? es una ficción, sí, pero también una no-ficción cargada de realidad densa, incómoda, urgente. Atesorar hoy una experiencia como esta, tan honesta en su propuesta como filosa en su ejecución, es algo excepcional.
Los textos afilados, precisos, específicos oscilan entre el goce, la rabia y la lucidez de quienes no solo creen en el arte, sino que lo exponen con crudeza, belleza y contradicción. El compromiso interpretativo es feroz. En especial el de ella: la actriz, la mujer, el monstruo, la frígida, la diabólica. Su entrega es una presencia tan inquietante como hipnótica. La asistente, en su rol aparentemente lateral, se vuelve un pilar central: protege, sostiene, ayuda, interpela. Trae un color necesario para ubicar la ficción en relación con la realidad más brutal, la de exponer también una necesidad de coach constante para todo. Pero en tal caso, hay un dispositivo que se revela y la asistencia es más que eso. Es una presencia ambigua en el buen sentido de estar por propio peso y estar por ser fundamental en el rol. Ella que se vuelve una danza terremoto y toma el control de la obra.
La dirección es una presencia casi invisible pero omnipotente: silenciosa, astuta, voraz, íntima. Está en todos lados. Mañosa y obsesiva como quien conoce los materiales que tiene entre manos para trabajar. Y luego está él, el músico, que más que acompañar, encarna una segunda capa escénica. Es ruido, es estética, es cuerpo, es testigo. Como la ficción que se representa: viva, hiriente, perturbadora.
La obra deja una sensación intensa: la de haber estado adentro de algo que probablemente no sepamos bien qué es y ni siquiera quienes lo hacen, pero que nos traspasa. Se parte de un hecho trágico, pero el espectáculo no busca el golpe bajo. No conmueve desde el dolor explícito, sino desde el hallazgo. Desde una especie de eureka teatral que atenta contra los mandatos de lo que “debe ser” una obra.
Todo está quirúrgicamente sostenido en una puesta sin pretensión, sin artificio material, pero hilvanada con la materia más poderosa que existe en escena: la presencia. Lo que está no es más que lo justo y lo necesario.
Mi única pena es haberla visto recién ahora, tantos años después de su creación.
La obra trabaja, además, con una pregunta potente quizás un poco trillada hoy, pero profundamente vanguardista cuando se estrenó:
¿Qué nos diferencia, en definitiva, a actores y actrices de quienes no lo son, si todo puede ser escena?
¿Y qué necesita realmente una escena para serlo? ¿Debe algo ser visto para ser considerado teatro? ¿Y si se muestra todo, es aún más teatro, o deja de serlo?
La dimensión simbólica y retórica que construye este trabajo es admirable. Y en mi caso, tuvo un complemento hermoso: leí el libro de esta obra días antes de verla (no sé cuál fue primero, si el texto o la puesta, y casi no importa). Lo cierto es que esa lectura potenció lo escénico, y lo escénico resignificó lo leído.
"El mundo es más fuerte que yo" es una obra que tensiona todo lo que damos por sentado. Y esa incomodidad, para mí, es uno de los mayores actos de amor que puede ofrecer la escena teatral o de la vida.
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