domingo, 20 de julio de 2025
Estoy acá sin fin - De Leticia Coronel en El galpón de guevara
Este es el segundo homenaje que veo de Leticia y otra vez se anima con inteligencia y audacia, esta vez a abordar la maternidad desde un lugar casi prohibido: el amor incondicional atravesado por sus sombras. No como una figura idealizada, sino como una experiencia brutalmente humana, donde conviven ternura y rabia, gratitud y agotamiento, lucidez y caos. Donde el amor se sostiene no a pesar de lo doloroso, sino con lo doloroso.
¿Cómo puede algo tan único como la maternidad volverse tan universal? Tal vez porque no se trata sólo de ser madre, sino de amar profundamente, sin garantías ni manuales. Esta obra se convierte en un canal de resonancia donde cada quien puede encontrar su herida, su reflejo, su espejo.
La puesta en escena es cuidadosamente despojada. Inteligente en su sencillez. Hay una confianza feroz en las interpretaciones, en la potencia del sostén propio y grupal. Todo lo que está, está porque tiene sentido, y todo lo que no está, también habla. Esa sobriedad es lo que permite que la emoción no se diluya ni se distraiga. Que el corazón de la obra respire a plena luz de veladores.
Hay una delicadeza en el modo en que está construída la atmósfera. No hay lugar al efectismo, pero sí a la verdad. Los textos, porque no puedo llamarlos de otra forma, son una realidad tras otra. Por transparentes. Una voz que no pretende convencer, sino compartir, y en ese acto, nos lleva de la mano a pasear por su fragilidad.
"Estoy acá sin fin" nos habla de otra manera de amar, que tal vez sea la única posible: esa que involucra todo, y en ese todo también hay sombra, hay contradicción, hay deseo de huída, hay frustración. Porque amar es resistir también el impulso de abandonar, de soltar, de rendirse. Y eso, cuando se dice en voz alta es muy poderoso pero cuando además se pone en escena, se vuelve de todos y para todos una necesidad.
Hay una escena en particular que me resultó profundamente reveladora. Una síntesis emocional tan clara y brutal que se vuelve inagotable: una madre que, en lugar de reprimir o anestesiar la violencia posible, la encauza. Le ofrece a su hija un lugar simbólico para descargar, para expresarse, para luchar con uñas y dientes con ella y no contra el mundo. Un acto de amor feroz. Una escena que podría ser una tesis: cómo enseñar el cuidado a través de la exposición, cómo acompañar sin dulcificar lo real. Excelente.
El dispositivo escénico se configura como un tetris donde lo naif convive con lo crudo, donde la fragilidad extrema se da la mano con una fuerza que conmueve. Todo parece estar bajo control, y sin embargo, hay un momento inevitable donde algo se suelta. Donde se deja de dirigir, de contener, y se entra en lo vivo. En lo que no se puede anticipar ni controlar.
Las actuaciones son ajustadas a la necesidad de la obra, haciendo de ellas un engranaje donde cada singularidad aporta lo que pide la pieza, cuerpos enteramente disponibles para esta madre que no sólo está ahí para su hija Amanda, sino también para sí misma. Para reconstruirse, para entenderse, para escucharse. Como un acto psico-mágico, sí, pero también como una declaración teatral que no se disculpa por ser íntima, emocional, intensa sino más bien se enorgullece de su fragilidad y hace de sus equivocaciones su vocación de madre. De actriz. De maternar. De dirigir. De amar.
Hay algo profundamente necesario en ver a alguien confiar en la escena como forma de transitar su propio laberinto emocional. En ese gesto hay una entrega radical, que nos recuerda lo que el teatro puede hacer cuando no se queda en la forma, sino que se ofrece como experiencia compartida. Se nos ofrece su caos, su amor, su resistencia. Y como espectadores, nos toca aceptarlo. O mejor dicho: dejarlo entrar.
La obra tiene una duración por encima de la media, pero es porque el viaje lo necesita. Porque el tiempo que ocupa no es para explicar, sino para habitar. Nos pasea por la adolescencia, no la nuestra, sino la de la hija… y en ese tránsito también volvemos a la nuestra, a los vínculos que armamos y desarmamos en ese entonces.
Con guiños tan dispares como precisos, "Estoy acá sin fin" habilita múltiples interpretaciones, pero ninguna clausura. Lo que queda, al final, es la sensación de haber presenciado algo profundamente honesto. Un homenaje a Amanda pero también una necesidad vital, un pedido de presencia, una reafirmación del amor sin disfraces.
Una obra que no embellece lo complejo, pero tampoco lo niega. Que sostiene la belleza de lo que duele, y lo que no se dice. Que nos deja pensando en lo más simple y lo más voraz de estar vivos: amar sin fin, aunque a veces duela tanto.
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