Cría es una ceremonia íntima y a la vez un experimento escénico. Una conmemoración que no busca clausurar la pérdida, sino convivir con ella, mirarla a los ojos y volverla juego, invocación, acto de gratitud. Catalina ofrece una obra de una honestidad brutal, atravesada por un tipo de entrega que no se puede fingir, un ritual sagrado pero actual. Lo que se respira en escena no es representación: es un ejercicio de presencia, un permiso, un tejido espiritual que aproxima todo lo que pareciera lejano.
El dispositivo escénico, entre lo performático y lo teatral, juega a construir frente a los ojos del público. La obra se sabe observada, se muestra en proceso, se ríe de sí misma y de sus propias fragilidades. El diálogo con la técnica, la participación visible de quienes sostienen el acontecimiento y el despojo material del espacio generan un “detrás de escena” vivo, transparente, que nunca interrumpe el relato sino que lo amplifica, modifica y resignifica. Es, en cierto modo, una obra dentro de la obra: un continuo convertido en ensayo, un ensayo devenido en obra y una energía sostenida por estar vivos.
La relación entre padre e hija interpretados por Matías y Catalina se convierte en el centro gravitacional de este ritual. Pero no desde la nostalgia ni desde el dramatismo, sino desde la ternura y la complicidad. Lo que podría ser un duelo se transforma en una celebración, en una forma de reencuentro con lo perdido a través del humor, la memoria y la imaginación. En lugar de llorar la ausencia, la obra decide bailar con ella.
Hay un mérito enorme en ese gesto de confianza, confiar en el recuerdo, en la duda, en lo que no sabemos si se podrá hacer del todo pero igual se comparte, pero principalmente la confianza depositada en su intérprete, Matias, que construye y sostiene un ejemplar ser que se muestra vulnerable, empático, divertido, donde su interpretación brilla y hace brillar todo lo que ésta nos regala.
Logran convertir la experiencia personal en algo colectivo sin caer en la exposición vacía ni en el golpe emocional por golpe emocional. Lo que entrega no es dolor sino gratitud; no es catarsis, sino continuidad.
Desde lo actoral, Cría se mueve en un registro preciso entre lo paródico y lo sensible. El trabajo de ambos intérpretes se apoya en un humor sutil, en una organicidad que vuelve cada escena ligera, incluso cuando el tema es pesado. Ese equilibrio entre lo ingenuo y lo sabio, entre lo absurdo y lo profundo, construye una teatralidad singular: la de quien se permite habitar su propia herida sin miedo a mostrarla y con ella saber que presiona el pecho de cualquiera y éste lo agradece.
Cría es, finalmente, una obra sobre el amor que queda, sobre la posibilidad de seguir dialogando con los que ya no están de forma audaz, constante y diversificadamente: la muerte como un recurso no doloroso.
Una celebración serena y luminosa del vínculo, de la vida y de la certeza de que, a veces, trascender no es otra cosa que recordar jugando.
