Decaes - de Patricio Diego Suárez, en Espacio Callejón

DECAES es una implosión contenida hasta donde se puede. Una obra que se construye hacia adentro, que observa cómo se forman las grietas y se atreve a habitarlas sin cuestionamiento aparente. Desde una estética visual precisa y un juego retórico astuto y divertido, el trabajo propone una armonía entre lo plástico y lo emocional, entre el cuerpo que se sostiene y la mente que se desborda. Liza en cuerpo de la protagonista evoluciona, a través de un proceso de erosión interna, los pasos hacia los inevitables resultados de la soledad. Arma y desarma el sentido de una misma frase que parece definir su existencia, ensayando una y otra vez la manera de justificar su propio derrumbe, que a su vez es su defensa. En ese tránsito, entre un estoicismo absurdo y una incapacidad emocional para reflexionar, aparece la pregunta que sostiene algunas de las preguntas que me abrió la obra: ¿cómo se percibe la felicidad en un mundo roto? ¿cómo no convertirse en una pieza más del escombro que generamos al no tendernos la mano? Esa búsqueda no ocurre en el afuera, sino en el territorio minado del interior. La obra multiplica los reflejos mediante guiños, los monólogos internos, los cuerpos que piensan y hablan, pero callamos y reprimimos. La pertenencia, ser parte, ser justa, ser correcta, ser perfecta, se vuelve una máscara que la protege de lo desconocido, de lo que no quiere preguntarse. Porque mirar hacia adentro es exponerse a lo que se oculta incluso de uno mismo. El lenguaje escénico es híbrido, oscilante, lleno de humor, de plasticidad, de cuerpo. Con una cadencia en la dirección que articula capas de sentido visual con un pulso casi coreográfico que convierte el pensamiento en movimiento. Y en el centro, una interpretación magnética: Liza sostiene con una energía volcánica ese cuerpo resistente que acumula tensión hasta estallar. La entrega final es demoledora. Un baile del derrumbe, una catarsis física donde el cuerpo vibra con la misma intensidad con la que se desmorona el pensamiento. No ofrece respuestas, pero sí una experiencia de vértigo lúcido, donde cada sacudida es también un intento de reconstrucción. La fotografía escénica acompaña con precisión esa descomposición, iluminando la contradicción entre lo que se quiere mantener firme y lo que inevitablemente se cae. Es un manifiesto corporal del colapso contemporáneo, una danza de los restos que, lejos de resignarse, decide gozar en su propio temblor.