Paisaje KM 31 se asienta en un territorio que nos resulta demasiado familiar: el de la violencia cotidiana, esa que se ha vuelto paisaje, ruido de fondo, hábito, parte de la genética social. Lo hace con una naturalidad inquietante, sin subrayar, sin levantar la voz más de lo necesario. Desde un realismo profundamente sensible, la obra nos introduce en la intimidad de dos mujeres que sobreviven, que se acompañan, que intentan sostener algo parecido a la ternura en medio del derrumbe.
Sonia (Inda Lavalle) una mujer transitando la repercusión de un aborto "autoinflingido" desarrolla una teatralidad sublime en la evolución de su intoxicación, la emocionalidad frente a los hechos de violencia, el cuidado de su hermana y este embarazo deseado o no sin escapatoria, el trabajo de ella es sustancialmente ejemplar.
Y Pali (Lucila Garay) hermana pequeña, audaz, enérgica y portante de una fuerza y optimismo en el porvenir, quien hace un gran trabajo en sostener el contrapunto y refrescar sin minimizar el ambiente en el que viven.
Son hermanas, trabajadoras sexuales, vecinas de un barrio donde la desaparición de una familia entera se convierte en una sombra que todo lo contamina. Sin romantizar ni moralizar, la obra construye un vínculo lleno de confianza, sencillez compleja, complicidad y amor, pero también de cansancio y miedo. Esa mezcla entre el afecto y la desolación es el corazón del espectáculo. Del cual se desprende una denuncia irrefutable.
La dirección demuestra una sensibilidad notable para capturar los gestos mínimos del cotidiano: los silencios, las miradas, los modos de habitar el espacio doméstico, cómo esto construye la atmósfera necesaria para profundizar en los argumentos no dichos.
La puesta, particularmente alegre y llamativamente realista, con detalles que evocan un hogar humilde, logra una sensación de tiempo real que nos vuelve cómplices del paso de las horas en la periferia. Poco a poco, la calidez del vínculo se transforma de complicidad a tensión, presagio; hasta que la violencia irrumpe, tan esperable como devastadora.
Tomi (Luciano Calegari) cliente habitual, hombre casado, policía, representa un tipo que todos conocemos y esa es quizás la mayor incomodidad: el del macho amparado por sus privilegios, por su impunidad social. El triángulo entre Sonia, Pali y Tomi se desarrolla con un nivel de interpretación excepcional. La tensión entre deseo, sometimiento, manipulación y miedo se despliega sin efectismos, con una organicidad que estremece.
Una situación que pese a las distancias del caso puntual, se refleja incansablemente en muchos sectores.
La escritura y la dirección no eluden lo político: lo abrazan desde lo concreto. Cada gesto, cada palabra, cada decisión, es una denuncia silenciosa de la desigualdad estructural que naturaliza la violencia contra las mujeres. Paisaje KM 31 no grita: muestra. Y en esa elección, en ese no gritar, está su fuerza.
Los diálogos son de una verosimilitud brutal; los cuerpos vulnerables y resistentes a la vez; la escena nos devuelve algo incómodo pero urgente.
No retrocedamos, sigamos visibilizando y exponiendo.
Logran que el público se sienta dentro de la casa, testigo de lo que sucede, sin posibilidad de escapatoria e invita a repensar la proximidad y responsabilidad que tenemos frente a la multiplicidad de alertas de estar siendo parte en algún grado de casos de violencia de género.
En tiempos donde pareciera que retrocedemos como sociedad, esta obra se planta con coraje aguerrido sin titubear a la hora de exponer/se. Es profundamente política, pero también hondamente humana, quizá tan humana que duele de recordar que somos parte de este aparato desigual.
En su aparente sencillez reside una teatralidad admirable con lujosos detalles que afloran en conversaciones que despliegan un terror psicológico que habilita la violencia física de forma gradual: lo que permite mirar de frente lo que preferimos ignorar y reconocer que el horror, ese que creemos ajeno, vive a la vuelta de casa o más bien en casa.
