La chica Fahrenheit - de Natasha Zaiat y dirección de Caro Wolf, en C.C.Thames

La chica Fahrenheit propone una distopía singularísima, contada desde un punto de vista tan inesperado como eficaz: la memoria de un perro sonoro. Ese gesto inicial ya instala un pacto estético donde lo improbable habilita una profundidad distinta. La obra se mueve, desde el comienzo, entre la ternura, la desolación y una forma de lucidez poética que emerge como acto de resistencia. El eje es la reconstrucción: rememorar, revivir, ordenar pedazos de un mundo que se quebró. La pieza navega ese ejercicio de memoria con una estética cuidada al detalle, envuelta en imágenes narradas tambien sonoramente que nos llevan sin explosiones a recorrer la destrucción de una sociedad, pero también de una amistad y de una banda de rock. El derrumbe colectivo y el íntimo se traman en un mismo cassette o más bien recuerdos que mienten un poco. Entre ruidos, canciones y destellos de magia, la obra imagina un 2060 posible si no hay cambios estructurales hoy. Ese futuro, lejos de ser un mero escenario, funciona como una advertencia afectiva: lo que vemos es la normalización del derrumbe minuto a minuto, la rutina de escapar, abandonar, continuar, como si seguir adelante fuera la forma más elemental de resistencia. Ahí vamos! El humor aparece constantemente, pero no como alivio superficial: coquetea con una desesperación subterránea que vuelve orgánico cada quiebre, cada canción que emerge, cada gesto que intenta sostener algo que se desarma. La atmósfera que se construye es singular: un apocalipsis bizarro, naif, profundamente sensible, donde lo futurista convive con lo actual sin contradicción. La obra se permite guiños al teatro y a la música desde un lugar sutil, preciso, siempre justificado. Las interpretaciones sostienen ese mundo onírico y devastado de manera rítimica y orgánica. Hay un equilibrio delicado entre la inocencia y la crueldad visible del entorno, una forma de decir y actuar que vuelve armoniosa incluso la desesperación. Las actrices habitan esa distopía como si fuera una extensión lógica de la realidad, lo que potencia la inmersión del espectador. Uno de los puntos más atractivos de la puesta es la articulación entre el vivo musical, la narración literal y la reconstrucción poética de una memoria analógica: el cassette como objeto, como textura, como forma de recordar. Esa combinación crea un dispositivo narrativo híbrido que le da identidad propia a la obra. La chica Fahrenheit es, en definitiva, una pequeña cápsula de tiempo hacia adelante y hacia atrás, un relato que mezcla futuro, nostalgia y juego escénico con una sensibilidad que desarma y arma en simultáneo. Una distopía íntima y cálida, donde la memoria, la de un perro, se vuelve el último refugio frente al fin de las cosas.