Un living. Clásico, en los 80. Reconocible, casi genérico.
Una pareja. Cualquiera.
Pero apenas la escena empieza, lo que parecía un retrato costumbrista se transforma en una radiografía quirúrgica de la convivencia, el deseo, el ego, la decadencia y gerencia emocional.
"La teoría del desencanto" es una obra que transpira inteligencia y ritmo. Brilla sin subrayar, se ríe sin alivianar, se atreve a decir lo que muchos prefieren dejar orbitando a la distancia. Julieta disecciona la intimidad de sus personajes con precisión milimétrica: cada frase, cada gesto, cada interrupción cotidiana, expone la erosión de los vínculos y la absurda lucidez con la que los sostenemos.
El texto, escrito con una agudeza feroz, parece atravesar décadas de distancia sin perder vigencia. Las verdades que lanza siguen siendo actuales, incómodas y universales. Hay en su estructura algo de panóptico, una mirada múltiple, simultánea, donde el espectador elige a quién seguir, qué escuchar, en qué grieta detenerse. Esa multiplicidad emocional genera una cercanía brutal: uno se siente dentro del living, parte del desgaste, testigo del derrumbe.
Entre copas de vino, resentimientos, humor y una lucidez casi cruel, la obra explora los mecanismos de defensa que usamos para no enfrentarnos al vacío. La fama y su banalidad, el trabajo como refugio y castigo, el amor transformado en campo de batalla. Todo late entre pastas con pesto y silencios que pesan más que cualquier discusión.
El humor funciona como catalizador: regula el odio, amortigua el recelo, revela el absurdo de la vida doméstica y del sistema artístico que la obra también retrata con ironía.
Con guiños finos al sector artístico, "La teoría del desencanto" propone una reflexión sobre el hacer, sobre la necesidad de permanecer, de sostener la vocación incluso cuando ya no parece tener sentido.
Una pieza escrita y dirigida con enorme precisión, donde lo cotidiano se vuelve campo de experimentación filosófica, y la risa un modo de resistencia frente al desencanto.
El elenco como materia viva
Todo lo que "La teoría del desencanto" propone: su ritmo interno, su precisión emocional, su sofisticación conceptual, se vuelve plenamente viable gracias a un elenco que trabaja con una sensibilidad y una entrega notables.
Francisco (Juan Tupac Soler) encarna a un escritor entrañable, atrapado en una maraña de inseguridades, celos, alcohol y resentimiento. Su construcción es humana: un hombre lúcido, pero incapaz de salir del laberinto de su propia inteligencia que le tiende una trampa. Soler compone desde lo mínimo una mirada, una inflexión, un titubeo, un personaje que se hunde con elegancia en la frustración.
Valeria (Julia Di Ciocco), su esposa, sostiene un trabajo de enorme temple. Di Ciocco habita el cuerpo de una mujer lúcida que, aunque responde a un modelo que apenas ha cambiado, lo cuestiona desde adentro con gestos de resistencia casi imperceptibles. Su interpretación conmueve porque no se refugia en la víctima ni en la heroína, sino en la contradicción: acompaña, calla, tolera… hasta que la situacion se vuelve insostenible.
Toni (Raúl Antonio Fernández) ofrece una composición arquetípica: un personaje intencionalmente acartonado, tan reconocible como irritante. Ex pareja de Valeria, actual jefe, y escritor de éxito circunstancial otorgado quizá por una sociedad que para leer posee varas muy bajas, Toni encarna ese tipo de figura que prospera más por contactos y oportunismo que por mérito. La actuación logra un equilibrio entre la caricatura y el retrato social, exponiendo con acentuación la mediocridad que la obra le cuestiona.
La Tana (Ana Celentano), vecina y cocinera del célebre pesto que se arruina con queso rallado, irrumpe siendo tormenta. Su presencia descontractura y, a la vez, complejiza la dinámica grupal. Hay en su trabajo una naturalidad brillante: parece traer desde lo cotidiano una densidad emocional que amplía la lectura de la obra, y convierte la cena en un laboratorio de tensiones y verdades.
En conjunto, el elenco ofrece una verdadera masterclass teatral. Cada intérprete entiende no solo a su personaje, sino el entramado ético y emocional que la pieza pone en juego. La química, la escucha, el manejo del tempo y la modulación de los estados construyen un espacio de actuación de engranaje perfecto.
