Lo de Marina Otero en "Ayoub" es, en apariencia, lo mismo de siempre. Y sin embargo no lo es. Hay una maduración absoluta. Convertir la propia vida en obra administrando dolor, sacrificio, danza y denuncia casi en partes iguales fue, es y probablemente seguirá siendo su marca registrada. Pero en Ayoub ese gesto alcanza una densidad ética, moral y artística ineludible.
Lo que antes era un grito desgarrado y necesario, hoy se vuelve un grito desgarrador, fundamental y urgente. "Ayoub" no se apoya en la provocación como efecto, sino como responsabilidad. Es una obra que se hace cargo. De todo. Del mercado artístico y de su miseria mercantilista y tibia frente al mundo, de los límites de la aceptación humana cuando lo intolerable se vuelve normal o cotidiano como un genocidio y, al mismo tiempo, del grado de colonización que seguimos portando aún habiendo sido colonizados o hijos de. Esa contradicción late sin resolverse o resolviéndose, y ahí está su potencia.
El choque cultural occidente/medio-oriente que origina la obra nacido de un experimento que ya desde el inicio parecía surrealista e inejecutable, fuerza una transformación radical: los “Pablos” devienen en Ayoub. Ese desplazamiento no es anecdótico o solo simbólico, reconfigura por completo la batalla escénica que Marina se venía proponiendo obras anteriores. La obra se instala como un hecho político sin domesticar, con fronteras difusas y sin un idioma madre. No busca traducción: exige atención.
Marina recorre su propio camino escénico entre genialidad y deber, sostenida por un humor bizarro, incómodo, filoso, que acierta una y otra vez en las preguntas que hace. Explora los límites propios físicos y/o mentales, legales, étnicos, y sobre todo la conjunción de esos límites. Lo que se ofrece al espectador es una experiencia tan exótica como desopilante, pero profundamente real y atravesada personalmente por ella y sus consecuencias.
Sería como un puente tenso entre una obra de arte, una vida expuesta, compartida y puesta en riesgo donde dialogan principalmente dos concepciones y culturas que se desconocen y someten.
El corazón de Ayoub es ese punto de quiebre. Imaginar una obra, que junto a Ibrahim se acercan a suponer un recorrido de lo que "hubiera sido", reflexionar sobre el impacto occidental bajo la máscara de la liberación de oriente, reconocerse colonizadora y colonizada, usurpante y privilegiada. Y entonces: el clic.
La obra ya estaba ahí. La experiencia vital se vuelve denuncia, grito de lucha, autoconfrontación feroz. La condena de ser blanca, de occidente, de haberse colocado en el mercado escénico. La paz y el odio conviviendo. El triunfo doloroso, no perderse en el narcisismo aún cuando el éxito, que llega, llega des-pa-cito.
"Ayoub" es una disección sin anestesia. Una exposición cruda de la responsabilidad que implica pararse frente a otros.
¿Queríamos un show? Entonces miremos la vida. De frente y a bancarsela.
Gracias, Marina. Una vez más. La escena local y mundial necesita obras kamikaze. La danza, la fuerza y la reflexión como instrumentación de guía y resistencia allanando el camino aunque sea para unos pocos.
Obras que no acatan ordenes, que no busquen consenso y que entiendan que el arte, cuando es verdadero, no es cómodo.
Porque mientras la escena es cómoda hay un genocidio en Gaza. Así como la escena está ocupada por entretenimiento, Palestina ocupada por un Estado sionista.
Ayoub significa "la resistencia ante el sufrimiento".
