sábado, 24 de mayo de 2025

El Árbol de la vida y de la muerte de Mariana Cinat y Pablo Rotemberg, en el Centro Cultural Borges




En esta particular performance que abrió el ciclo Experimenta #1 me encontré con algo que no esperaba: una obra que ofrece no solo al espectador una propuesta relajada, sino a sus propios hacedores. Hay en escena un juego libre, absurdo, político y visceral. Una apuesta que no busca validarse en la perfección sino en el riesgo y el desgaste del paso del tiempo. Y que, desde el minuto uno, deja claro que lo que está ocurriendo es irrepetible. No como consigna, como verdad incuestionable, no por improvisación, no como excusa o sostén, sino por la propia biología. Ambos intérpretes están muy bien. Pero más aún lo están por atreverse a hacer lo que hacen. La decisión de llevar adelante esta puesta, en un momento tan delicado, tan cargado de incertidumbre como un embarazo tan avanzado, es un acto escénico en sí mismo. Admirable, inquietante y potente. La inestabilidad que logran es magnética. Se divierten, juegan, se desarman. No hay miedo, no hay pose, pero sí una posición clara, encarnada. Se danza con limitaciones impuestas por el propio cuerpo, por singularidades, por la vida que está por llegar y por la que comenzó su propio final hace tiempo. Todo eso pesa. Y esa carga es justamente lo que convierte a esta pieza en un acontecimiento. Me interesa especialmente cómo la escena se vuelve un espacio para hacer visible lo que no suele tener lugar en los escenarios: la fragilidad como forma de potencia, el cuerpo como terreno político en plena transformación. La obra no pretende ser perfecta, ni completa. Se planta como un evento único, con fisuras, con vacíos, pero rebosante de intención, física, musical, estética e ideológica. Es ácida, penetrante, tierna y violenta. Pero profundamente honesta. Disruptiva sin caer en la trampa del impacto fácil. Políticamente incorrecta en el mejor sentido: el de no pedir permiso, sino más bien darlo. Se nota que hay tres corazones en escena. Y que todos están latiendo vitales.

viernes, 23 de mayo de 2025

Ingaucho un lado B de y con Mauro Dann en Viceversa

Esta obra no elude el conflicto, sino que lo propone, vino a instalarlo, punzante, en medio de lo que una sociedad aún conservadora prefiere ignorar o más bien no aceptar. In Gaucho, de y con Mauro Dann, asume ese riesgo con valentía: se planta ante lo reaccionario, le pone cuerpo y sudor a lo que todavía cuesta ver, decir o desear. La obra no solo cuestiona el imaginario gauchesco tradicional, sino que lo pervierte en el mejor sentido y desde la danza, desde el goce, desde una corporalidad que ya no pide permiso. Se desviste, se expone, se entrega con una gran potencia. Hay denuncia, sí. Hay dolor, también. Pero sobre todo hay una celebración de la identidad y del deseo: In Gaucho visibiliza una sexualidad que no necesita ser explicada ni justificada, solo vivida. Las imágenes que se construyen en escena son potentes, bellas, muchas veces poéticamente literales. El cuerpo en movimiento asume su singularidad con orgullo, y eso se transmite sin filtros. Mauro tiene dominio de su propia presencia, de su lenguaje escénico, y logra desde ahí construir un manifiesto físico que es claro y conciso. Ahora bien, algunas decisiones vinculadas al humor podrían leerse como un desvío o una distracción del eje más profundo que la obra propone. No tanto por su ejecución, sino porque por momentos parecen rebajar el conflicto en lugar de atravesarlo. Esto me deja la siguiente pregunta: ¿es siempre necesaria la cuota de humor para digerir? En lo personal, no lo creo. Lo crudo es crudo. Es una obra necesaria. Por su temática, por abordarlo desde lo íntimo, lo performático, lo político. Y por cómo Mauro se lanza a decir desde su cuerpo todo eso que muchos aún se niegan a escuchar. El resultado es una experiencia luminosa. Tan valiente como vulnerable. Tan singular como colectiva.

El Oso de y con Matias Bassi en El Vitral

Hay algo reconocible en El Oso. Un tono, una cadencia, una forma de decir que remite a lo popular, al humor sencillo, ese que surge entre amigos en cualquier contexto. La obra no intenta sofisticar su lenguaje, sino abrazar una idiosincrasia simple con la que muchos pueden identificarse. Y ahí reside parte de su particularidad: en no alejarse de lo cotidiano, sino usarlo como materia prima para contar algo más hondo. Tan tan personal que es universal. Matías transita la escena con una naturalidad fascinante. No actúa como si, actúa desde. Con un ritmo vertiginoso a veces incluso desbordado, nos arrastra por un relato que parece un cuento o un cuento que parece un relato, pero que se zigzaguea como una confesión. Un relato que se ríe de sí mismo y, al hacerlo, nos incluye en esa risa, porque tranquilamente, podríamos ser él. La puesta en escena es austera: algunas luces, proyecciones puntuales, y nada más que lo justo. No pretende deslumbrar desde lo técnico, y eso está bien, porque no lo necesita. Bassi, como intérprete, despliega un abanico de recursos físicos y técnicos que bastan para sostener la propuesta con solidez y magnetismo. La economía de la puesta no es carencia: es elección. Es probable que no estemos ante una obra que busque cambiarte la vida, ni dejarte suspendido en una gran pregunta existencial y no hace falta que así sea. Lo que si se percibe claramente y yo valoro muchísimo es el esfuerzo evidente que hay por no pertenecer pura y exclusivamente al entretenimiento. Hay una búsqueda concreta por dejar algo resonando, por dejar una marca y eso siempre, pero hoy quizá en tiempos de tanta pantalla y materialismo, ya es mucho. La obra insiste y sin sermonear en una crítica clara: la del tiempo perdido por distracción, por desidia, por decisiones tomadas desde el automatismo. Lo hace con humor, sí, pero también con una incomodidad que se cuela entre chiste y chiste. Hay algo de denuncia blanda, disfrazada de comicidad, que logra hacernos reflexionar cuando la risa se apaga. El oso, claro, es él. Pero también somos nosotros. En ese espejo desfigurado que es el teatro, la obra nos devuelve una imagen superficial de quien postergó, no prestó atención, o se rió sin saber de qué. Es una propuesta que, desde lo mínimo en escena, logra mucho. Porque lo que hay sobre el escenario, cuando hay talento y oficio. alcanza y sobra para hacernos sentir parte del asunto.

Matria de Pilar Juaristi, en Belisario Club de Cultura

Matria es de sensibilidad puntillosa, que pone el foco en los pequeños gestos, en los detalles que, sin darnos cuenta, delinean la trama de nuestras relaciones. Es una obra que no patalea, pero sí marca queja. Lo que parece una sucesión de acciones cotidianas simples, sin sobresaltos, se convierte, poco a poco, en la evidencia de que cada elección, por mínima que parezca, tiene una consecuencia que nos espera. Hay algo interesante en cómo se construye el vínculo entre los personajes: no desde la espectacularidad de los conflictos, sino desde la persistencia de los hábitos, de los silencios, de lo que no se dice pero queda flotando. La obra avanza a cuentagotas, y esa dosificación es el tono elegido para hablarnos de la vida real, de sus tiempos, sus ciclos y sus puntos de quiebre invisibles. La caracterización de los personajes está muy bien lograda, aunque por momentos oscila entre ciertos clichés que, si bien no arruinan la propuesta, sí le quitan algo de imprevisibilidad. Aun así, se percibe una voluntad de construir personajes vivos, sostenidos con solidez por las intérpretes, que encuentran en el relato la columna vertebral de la obra. Desde lo dramatúrgico, Matria es una propuesta más bien plana: no hay grandes giros ni estructuras complejas. El peso está puesto en la interpretación, en el decir, en cómo se encarna ese texto y se vuelve cuerpo. Y ahí las actrices se lucen. Se nota que hay trabajo, escucha y compromiso con lo que están contando. No importa qué decisiones tomamos, siempre habrá una repercusión. La obra no lo subraya, no lo sermonea, pero lo deja claro. Y tal vez ahí radica su comienzo: en esa tristeza silenciosa que se instala cuando nos damos cuenta de que los vínculos no se rompen por explosiones, sino por desgastes lentos e invisibles. Matria no busca hacer alarde de novedad. Su apuesta es otra: ofrecer una mirada íntima y reconocible sobre cómo vivimos, y cómo (muchas veces sin darnos cuenta) dejamos de vivir ciertas cosas. Y eso, dicho con la sutileza con la que lo hace, también es una forma de conmover.

No hay banda - de y con Martín Flores Cárdenas, en Casa Teatro

Hay obras que no buscan deslumbrar, sino afinar la percepción. Que no gritan, pero vibran. La propuesta de Tato (que dirige e interpreta en la intimidad de su propio teatro) se presenta como una verdadera oda a la simplicidad, una cátedra en el arte de hacer mucho con muy poco, y de confiar en que el silencio, la pausa y la mirada también pueden ser formas de decir. Desde el primer momento, la obra desarma las expectativas. No se esfuerza por mostrar ni por probar nada. Al contrario: lo que asombra es la liviandad con la que transcurre, la aparente ausencia de esfuerzo, como si todo sucediera porque sí. Pero ahí está el truco: bajo esa naturalidad despojada, hay un trabajo minucioso, quirúrgico, que logra sostener la ilusión de que “nada está pasando” mientras todo está ocurriendo, incluso en el plano emocional. El humor que se despliega es sutil, filoso, casi invisible. Un relato dicho/actuado que no necesita grandes golpes para instalar una picardía que funciona en la complicidad con quien escucha. La escenografía es austera hasta el límite, pero no por falta, sino por elección estética. Se siente que cada elemento está ahí para no estorbar, para dejar que el texto por sobre todo y un poco también el cuerpo respire al unísono del espectador. Podría decirse que la obra nace de un snobismo elegante, inapelable, pero no por superficialidad sino por conciencia de estilo. No hay ningún gesto gratuito. Parece dominar a la perfección las reglas de un lenguaje escénico que se niega a ser grandilocuente y, por eso mismo, llega al hueso. En el corazón de esta propuesta hay algo que toca, sin avisar, la ulcera de quien observa. Porque cuando ya no se espera nada, la obra lo da todo, pero eso sí, sin levantar la voz, sin mover un musculo demás Ahora bien, es también una experiencia pensada para la cercanía. El hecho de jugar “de local” en su propio espacio no es menor: la obra parece estar diseñada para un público reducido, casi artesanal. No es fácil imaginar cómo funcionaría en un escenario de mayor escala, con mayor distancia o con espectadores menos atentos a las sutilezas. Esa incógnita no es una crítica, sino una inquietud que me nace conociendo carácter íntimo y específico de la propuesta y su recorrido internacional. Al salir, uno tiene la sensación de haber presenciado algo nuevo y, a la vez, absolutamente simple y cotidiano. Una especie de “después” que no se impone, sino que se desliza. Y quizás ahí, en ese gesto mínimo, esté la verdadera revolución.

miércoles, 21 de mayo de 2025

Consagrada de Gabi Parigi y dirección de Flor Micha, en Timbre 4

Hay puestas que logran amalgamarse con bastante precisión entre el artificio escénico y una realidad que no hay que ocultar. Consagrada es un claro ejemplo. Gabi Parigi interpreta, ficcionaliza y se ríe de sí misma o más bien del entorno al que perteneció, de sus intentos, de sus fracasos y de una historia personal llena de logros que, al volverse teatro, deja de ser solo biografía para transformarse en una pregunta extendida hacia todes: ¿qué hacemos con la exigencia de triunfar? La dirección de Flor Micha aborda, con liviandad, temáticas complejas como la alimentación, el maltrato de adultos a niñeces y la presión en el mundo del deporte. No se trata de evitar la profundidad, sino de proponer una lectura sin subrayar, que insinúa más de lo que denuncia. Y quizás ahí radique su potencia: en señalar sin aleccionar, y al mismo tiempo mostrar cuán normalizados están ciertos entornos que toleran o reproducen esas violencias. La escenografía es sobria, versátil, se transforma con pequeños gestos. Y eso le da unas imágenes inesperadas al relato. La interpretación de Gabi es sólida, cambiante, y sobre todo orgánica: nunca pierde el eje emocional ni siquiera cuando la obra se permite jugar con la parodia o la ironía. Hay una química interesante entre el humor y la crítica: la autorreferencia se vuelve ficción llevadera, y la experiencia personal se transforma en espejo. Por momentos me pregunto si no hay demasiada balanza hacia el lado de la comedia ¿puede la comedia cuestionar sin desactivar lo que duele? pero es justamente esa ambigüedad la que sostiene la tensión escénica o más bien la aceptación colectiva de un hecho innegable. Gabi carga con símbolos y relatos sin solemnidad, como si levantar todo ese peso fuera parte de su entrenamiento. Y ahí radica gran parte del logro: en esa ligereza solo aparente, donde lo profundo se vuelve digerible sin perder espesor. Consagrada no sólo es el nombre de la obra, es también un gesto: el de consagrarse a sí misma desde lo que no fue, desde lo que no alcanzó, y aún así, hacer de eso una victoria, quizá la mas importante. Y sí, eso también merece ser ser celebrado.

Post BomBum de Diego Mauriño, en Café Artigas

Post Bombum creo que no intenta explicarse, su intención no está en ser entendida, sino en ser atravesada. No sos parte, pero sos indispensable. No entendés del todo, pero la obra te arrastra igual a confrontarte con esa idea de ser parte de algo fundamental para no ser de utilidad. La pieza transcurre como si habitara tres o cuatro espacio-tiempos distintos y simultáneos. Y en todos ellos, nosotros como humanidad parecemos los causantes de un tormento imposible de revertir. ¿Somos también nuestra única salida? La obra responde con un gesto amargo: después del fin, lo que viene no es redención, sino repetición. Las imágenes parecieran buscar ser una exposición cíclica de malas decisiones humanas, mostrar el ciclo de un pedido de auxilio que nunca alcanza. Una desesperación que nace del acto de delegar en un ente, un dios, un déspota la responsabilidad de cambiar algo que sabemos que no va a cambiar. La obra no celebra la esperanza: la pone en duda, la obra trabaja sobre la seguridad de algo que no pudiera ignorarse, nosotros una vez más, nosotros intentando. Y en ese plano filosófico donde se reflexiona sobre la reflexión misma, lo humano se vuelve su peor trampa. Pensar demasiado, sentir demasiado, esperar demasiado. No es una obra para todos, aunque quizá por eso mismo sea necesaria. Textos complejos, cuerpos expuestos al pensamiento y apelando a una sencilles exhaustiva físicamente, una puesta en escena que tiene el poder que otorga el cine. Humor sutil y cruel, al servicio de una idea devastadora: que todo lo que somos en nuestra lucidez, en nuestra angustia puede no servir para nada. Post Bombum es un trabajo profundamente actual, hecho desde un pasado lejano, que anuncia sin piedad un futuro que ya está ocurriendo.

Acá Va de y con Lucia Cuesta, en La Carpinteria



Hay obras que no se ven se atraviesan. Y la propuesta de Lucía que es una pieza tan cruda como poética, tan íntima como posiblemente incómoda para algunos, pertenece, sin duda, a esa categoría. La vi hace un tiempo en La Carpintería, la obra se revela como una experiencia de alto voltaje expresivo, donde el cuerpo, el deseo y los sonidos se vuelven materia de un ritual. Desde el inicio, el dispositivo escénico atípico: el público, lejos de ocupar la distancia segura de la silla/butaca tradicional, comparte escenario con la intérprete, inmerso en una espacialidad que no demanda participación activa pero sí una atención física, sensorial, casi de vigilancia con los demás y alerta constante para no entorpecer. Esta cercanía no es casual: es parte fundamental de la propuesta, que invita a vivir la obra desde adentro, como quien entra en una habitación donde alguien está por decir algo que solo puede decirse con todo el cuerpo. La interpretación es de una fuerza singular. Sostiene una tensión dramática precisa, punzante, que no decae en ningún momento, y que se despliega con una versatilidad notable: la actriz transita estados de erotismo, fragilidad, violencia, goce y exposición sin resguardos, con una entrega escénica total. El trabajo actoral no se contenta con comunicar; busca provocar y desequilibrar. Estamos, quizás, frente a una catarsis. Una revelación íntima de una sexualidad desbordada, del goce y el erotismo errático, sin contornos fijos, puestos a merced de ser vivencia escénica. No se trata de una obra que proponga una temática para el debate post-función; más bien, se construye como una ofrenda estética y al que no le gusta que se joda, un testimonio escénico que no busca ser explicado ni digerido. Y, tal vez, ahí radique su urgencia. Porque urgente es la palabra que mejor la define: no por lo coyuntural, sino por lo visceral. La pieza no parece nacer del cálculo ni del deseo de agradar, sino de una necesidad inminente de decir, de mostrar, de transitar. En ese gesto, la obra asume el riesgo de lo irrepetible, de lo que puede salir bien o mal, pero que debe ser hecho de todos modos. Es una pieza que incomoda por momentos, que emociona en otros, y que deja huella. Y eso, hoy, es necesario. Ojalá más escenarios se abran a propuestas como esta y por sobre todo ojalá más artistas se animen a sostenerse con esta honestidad feroz.

domingo, 18 de mayo de 2025

EGO (estoy gritando obstinado) - Mi obra mi ego, en Aérea Teatro

foto de Maca Denoia, Aérea Teatro 2024

 

EGO (estoy gritando obstinado) dirige Guido Vaccarezza

Escribir sobre una obra que uno mismo escribió y dirigió tiene algo de trampa, algo de terapia y algo de torpeza. Porque no hay distancia. Porque lo que se ve en escena los textos, las decisiones, los excesos y las carencias son también reflejo de lo que una parte de mí no supo decir de otra forma. Pero a la vez, hay algo en esa exposición que me obliga a no disfrazar lo que veo. EGO es un trabajo que habla sobre mí, sobre lo que fuí, sobre como veo al resto y por sobre todo habla de sí misma y mientras sucede, y tal vez por eso escribir sobre esto no puede ser otra cosa que continuar el bucle del cual la escena se nutre.

La obra propone una constante construcción mental. No busca ser clara ni cerrada, aunque definitivamente lo es y esta. Al contrario: invita, con cierta crueldad, a perderse desde un principio, hasta entender las razones de quienes actúan.
Los textos son puntuales y redundantes, a veces deliberadamente laberínticos y repetitivos, como si el lenguaje fuera una prueba más dentro del dispositivo. Se articulan con la trama, pero también se disparan hacia el delirio, la duda, la contradicción apoyándose no solo en las palabras y filosofía sino en los tonos y gestos. Y eso, si bien puede resultar confuso, no está puesto al azar. 

Hay una crítica directa, punzante, al ámbito creativo: el teatro, el circo, la escena en general desde donde yo la conozco o la vivencio es como un campo de batalla emocional y ególatra. Las contradicciones del artista, las carencias de quien escribe, la soberbia como mecanismo de defensa... todo eso está en juego, sin filtros o con muy pocos, sin piedad. EGO no se interesa por quedar bien. Se interesa por mostrar lo que a veces duele admitir. No creo haber logrado semejante trabajo que realmente trabaje lo que acabo de escribir, pero no dudo que este encaminado hacia ese ideal.

Las interpretaciones de Blas y Facu son potentes, generosas, incómodas incluso para ellos mismos. Hay momentos en que parece que pueden más que lo que el texto les permite o viceversa, y ese desborde es parte de lo que hace a la obra una constante en sí misma, es una razón más para jugar con el “nunca vamos a terminar de jugar con nuestro ego”. Hay imágenes fuertes, cuidadosamente construidas por más desprolijas que se vean, que interpelan desde lo visual y lo físico. Momentos donde no hace falta entender para sentirse sorprendido de hasta donde se llegó con una simple obra de circo. No sé si EGO es circo, teatro, danza, o un poco de todo. Sé que se permite esa ambigüedad y con ella jugamos, porque si no juego con todo no sería malabarista.
 La escenografía es austera, casi despojada, pero no por azar: dialoga con lo que pasa, aunque parezca que no. Hay una necesidad intrínseca en el proyecto que es que no tengamos un limitante económico para crear y decir, acá estamos haciendo con o sin todas las facilidades y dificultades que hay. Se que no es el fuerte de la obra, pero también se que no es el mío.
 Algunas resoluciones dramatúrgicas me enorgullecen por su ingenio, otras me siguen generando preguntas y desafíos. Hay textos que podrían ir más lejos en lo que hay para decir, y tal vez no lo hicimos por miedo o por estrategia. No lo sé. Lo que sí sé es que EGO no busca gustar. No nació desde ahí, busca dejar algo latiendo. Y si eso sucede, si alguien se va del teatro con algo que no puede nombrar, entonces quizás el trabajo, a pesar de sus falencias, está vivo.
Y eso, le hace muy bien a mi ego.

Ojos Látigo - De Leticia Coronel, en Teatro El Extranjero

Presenciar Ojos Látigo no es simplemente asistir a una obra de teatro. Es, ante todo, ser testigo de un homenaje sensible, cuidadoso, físico y emocionalmente comprometido. Desde los primeros minutos se percibe una entrega total por parte del elenco, que habita la escena con una intensidad corporal que busca no dar respiro. La propuesta encuentra en los cuerpos su herramienta principal: ahí donde hay un banquito, una esquina, una canción de fondo, aparece también una evocación del tiempo y de los gestos que alguna vez fueron cotidianos. La obra no busca construir una ficción sino más bien sostener un ritual afectivo. Y es ahí donde el/la espectador/a debe ajustar el lente: no se trata de evaluar Ojos Látigo como una pieza teatral convencional, se trata de entrar en sintonía con su carácter conmemorativo, con su lógica de tributo tribal. Este cambio de perspectiva no es menor. Sin él, puede perderse de vista la potencia del gesto y la complejidad del trabajo que implica sostener un homenaje con el cuerpo, con la respiración, con la memoria activa. El dispositivo escénico, si bien simple, funciona como una plataforma para el despliegue físico de los intérpretes, cuyo trabajo arduo, sostenido y por momentos cíclicamente redundante es el gran motor de esta propuesta. Hay una dirección atenta, que guía el ritmo sin imponerlo, y que apuesta por el riesgo de sostener lo no dicho, lo que se recuerda más que lo que se representa. Ahora bien, el anclaje afectivo de la obra está en una nostalgia específica, la de una época marcada por ciertos íconos musicales y estéticos. Esto puede volverse un límite en términos generacionales. Himnos, referencias, canciones, síntomas sociales: todo parece estar dirigido a una franja específica. Esto no resta mérito, pero sí es importante señalarlo para entender desde qué lugar interpela y a quiénes convoca. En los intérpretes hay un sinfín de recursos que se agradecen y celebran, pero no voy a dejar de señalar que por momentos los textos se alejan de la imagen tan bien lograda del pibe de barrio que siente, que extraña, que llora. Ojos Látigo entonces es una experiencia para ser vivida más que explicada. Y en ese vivir, si se logra el cambio de chip homenaje-obra hay momentos de verdadera belleza.

Casual de Noche – Compañía La Brusca, en Casa Teatro




Hay algo profundamente astuto y conmovedor en la manera en que Casual de Noche ha sido concebida. Esta pieza no se limita a ser un ejercicio teatral; se presenta como una declaración sensible, casi íntima, de un colectivo que no teme exponerse y dejarse atravesar por las tensiones de su propio mundo.


La obra, presentada en Casa Teatro (un lugar pequeño pero ideal para propuestas que apelan a la cercanía y la complicidad) se siente como una pieza de colección, no por su acabado sino por su carácter de artesanal, auténtico. Hay una intención clara de no disimular, de no sobreactuar la forma, sino de dejar que emerja algo y ese algo sincero, un testimonio escénico de visibilidad, de pertenencia y de deseo de decir “estamos acá”.


La escenografía es mínima, casi austera, pero funciona a favor de la propuesta: el "menos es más" se vuelve una decisión poética, que permite que los cuerpos, las palabras y las miradas ocupen el centro de la escena sin distracciones. En ese vacío escénico, cada gesto, cada singularidad de actores y actrices gana potencia y no solo me refiero a lo actoral, sino a esa virtud “única que se luce en un casting”.


Las actuaciones, por su parte, son sólidas, comprometidas, con momentos de verdadera vibración colectiva. Se percibe un trabajo profundo en la construcción complementaria de cada escena individual y en la escucha entre les intérpretes. 

Sin embargo, hay algo en el tono general especialmente en el uso del humor que, si bien funciona como vía de acceso y empatía, por momentos atenúa la potencia crítica que la obra podría alcanzar. Uno desearía que ciertas escenas se permitieran no solo señalar y cuestionar la llaga sin temerle a lo siguiente, la consecuencia.


A solas con Marilyn, de Alfonso Zurro y dirección de Nahuel Cuadrelli en Timbre 4

Una cordura tierna y temblorosa. Un desquicio abrumador con un detonante claro. Un amor que se expresa en un lenguaje retorcido. Una ang...